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Fundación de Estudios Rurales

El Acuerdo de París sobre el cambio climático y la agricultura. ¿La base de una nueva PAC pos-2020?

Albert Massot Martí. Departamento de Estudios del Parlamento Europeo - 30/08/2016

La agricultura y la ganadería son actividades íntimamente ligadas al clima y por lo tanto, afectadas de forma directa por el cambio climático. La evolución de la Política Agraria Común se verá influida por el Acuerdo de París, que actuará como catalizador para que, de manera ya irreversible, la PAC pos-2020 se torne en una política en favor de los bienes públicos medioambientales.

Entre el 30 de noviembre y el 12 de diciembre de 2015 se celebró la Conferencia sobre el Cambio Climático de París, también conocida como COP21 por corresponder al 21 periodo de sesiones de la Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Su objetivo era lograr un acuerdo mundial jurídicamente vinculante para la reducción de los gases de efecto invernadero durante el periodo 2020-2030.

El 12 de diciembre de 2015 se cerró con éxito el acuerdo con el aval de 195 partes contratantes (o Estados miembros de la CMNUCC). Posteriormente, el 22 de abril de 2016, se realizó una solemne ceremonia en Nueva York en la que 171 países, incluida la Unión Europea (UE), suscribieron al más alto nivel los compromisos de París. A partir de esta fecha, el documento está abierto a la firma por el resto de partes contratantes durante un año (es decir, hasta abril de 2017).

El acuerdo consta de dos documentos: 1) el Acuerdo de París propiamente dicho (con solo 12 páginas), que para que pueda entrar en vigor a partir de 2020 debería ser ratificado en los próximos 12 meses por 55 partes contratantes que sean responsables de al menos el 55% de las emisiones globales; 2) una decisión anexa (FCCC/CP/2015/L.9/Rev.1) (de 19 páginas), que establece los trabajos a llevar a cabo antes de la entrada en vigor del acuerdo y que, a diferencia del Acuerdo de París, no se encuentra cerrada y podrá ser modificada en próximas conferencias.

Tras dos décadas de negociaciones, el acuerdo de diciembre de 2015 marca un hito histórico en la lucha para frenar el calentamiento global. Ante todo porque, por vez primera, se reconoce al más alto nivel que las emisiones antropógenas (causadas por el hombre) son las principales responsables del aumento de la temperatura mundial. Por consiguiente, se asume políticamente el problema de la preservación del planeta a nivel global y se aborda de forma concertada por países desarrollados y en desarrollo. Se da con ello un mensaje claro a los agentes económicos para que apuesten por un modelo productivo bajo en carbono. Complementariamente se asume un desarrollo económico sostenible que no comprometa la producción de alimentos, y se reconoce la necesidad de ayudar a los países en desarrollo en su lucha contra el cambio climático.

acuerdo-paris-2El Acuerdo de París cubre la práctica totalidad de las fuentes de emisiones (incluida la agricultura) y es jurídicamente vinculante en gran medida. Su voluntad de permanencia se confirma con el reforzamiento de la transparencia en la verificación de las emisiones y con un mecanismo de revisión quinquenal del ritmo de cumplimiento. Además, se da juego a los mecanismos de absorción y almacenamiento de carbono como alternativa a la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero.

No nos encontramos, pues, ante una simple declaración de principios, sino ante un pacto multilateral con un diseño creíble, por equilibrado, fruto de un compromiso entre todas las partes firmantes (países desarrollados y en desarrollo, con responsabilidades diferenciadas). Es, además, un acuerdo con efectos tangibles tanto sobre el modelo de crecimiento global (a medio plazo) como sobre numerosos sectores económicos (en el corto plazo).

Y, sin embargo, reconozcámoslo, está lejos de ser perfecto, y es lícito que suscite dudas y lecturas críticas, en particular a propósito de la vaguedad de los plazos dispuestos y las ambigüedades que plagan la senda de la descarbonización. Parafraseando a Churchill, podría afirmarse que París no constituye el final de la lucha contra el cambio climático, puede que ni siquiera sea el principio de su final, pero puede ser el final del principio del calentamiento global.

Vale la pena, pues, que, antes de entrar en las implicaciones agrarias del Acuerdo de París, nos detengamos en detallar el contenido de sus principales apartados, el alcance real de los compromisos contraídos y, en fin, sus fragilidades y carencias, a subsanar (de ser posible) durante el proceso de aplicación.

El contenido del Acuerdo de París: luces y claroscuros

Entre los elementos del acuerdo se pueden destacar los siguientes:

  • Constituye un acuerdo vinculante y de amplio espectro, aunque con concesiones y máxima flexibilidad en su aplicación. Pese a su reducida extensión (25 artículos), se trata del primer acuerdo multilateral que, a diferencia del Protocolo de Kioto de 1997, tiene vocación universal, afectando a prácticamente todos los países y fuentes de emisión de gases de efectos invernadero. Pero tal ampliación de la cobertura se ha logrado a costa de difuminar su fuerza legal y de no cuantificar objetivos y obligaciones.

Hay que recordar que el anterior Protocolo de Kioto fue suscrito solamente por 37 países, y no contó con las economías en desarrollo (con China a la cabeza). Pese a ser firmado por el presidente Clinton, el Senado norteamericano (mediante la resolución Byrd-Hagel) se negó a ratificarlo alegando que afectaría a la competitividad de la economía estadounidense si no incluía a los principales responsables de las emisiones. Después que Estados Unidos renunciase a ratificar el protocolo, otras grandes economías optaron por abandonarlo (como Rusia, Canadá y Japón) y Kioto finalmente apenas abarcó el 11% de las emisiones globales, dejando prácticamente sola a la UE con el fardo.

Con el Acuerdo de París se trata de evitar este escenario y para facilitar la ratificación su contenido tiene una fuerza legal poliédrica, distinta según el tipo de compromisos, y, además, se permite cierta flexibilidad en su aplicación, en especial en lo que respecta a la reducción de las emisiones (en favor sobre todo de los países en vías de desarrollo). De este modo, el Acuerdo de París es jurídicamente vinculante, incluido el mecanismo de revisión periódica de los compromisos, aunque no se contemplan sanciones por incumplimiento. En contraposición, no son obligatorios ni los objetivos nacionales de reducción de emisiones ni los compromisos de financiación.

  • El núcleo duro del acuerdo es una meta genérica a largo plazo de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero con revisión periódica de los objetivos a nivel nacional. Tal como se adelantó, el Acuerdo de París cubre la mayor parte de las emisiones globales. Los únicos sectores a los que no se hace referencia son la aviación y el transporte marítimo internacional, que representan alrededor de un 10% de las emisiones globales en la actualidad. El olvido no es del todo baladí, en tanto que son las fuentes de emisión que registran un mayor crecimiento en los últimos años en la UE (gráfico 1) y en otros países.

acuerdo-paris-grafico-1Pero con esta salvedad se impone una reducción global del resto de emisiones con vistas a evitar una subida de la temperatura global de 2 ºC por encima de la época preindustrial, sin renunciar a limitar ese aumento a 1,5 ºC. Seguramente esta última mención es voluntarista, pero no es ni mucho menos gratuita en tanto que marca la meta a largo plazo de las políticas climáticas a nivel mundial. Una meta genérica sin duda, hasta el punto de que no se fija calendario alguno para alcanzarla. El acuerdo se limita a enunciar que los Estados firmantes han de “lograr que las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero alcancen su punto máximo lo antes posible”, en consonancia con el conocimiento científico.

A modo de paliativo se dan por válidos (al menos de momento) los planes de reducción determinados a nivel nacional y presentados voluntariamente por 187 países (INDC por sus siglas en inglés). Pero la propia decisión firmada en París reconoce que la suma de las reducciones nacionales comprometidas equivale hoy por hoy a 55 gigatoneladas en 2030 y por consiguiente no permitirán que la temperatura global no suba más de 2º C (40 gigatoneladas). Extrapolando estos cálculos, lo que se hace es reconocer de facto que, si no se revisan y mejoran las INDC en el transcurso de la aplicación del acuerdo, el calentamiento global podría efectivamente ascender entre 2,7º C y 3,7º C. Un escenario catastrófico, muy lejos del equilibrio entre las emisiones de gases y la capacidad de absorción del planeta, que formalmente se pone como objetivo para la segunda mitad del siglo.

Para incentivar a los países a que redoblen sus esfuerzos durante el (largo) periodo de transición a una economía más baja en carbono, se establecen mecanismos de seguimiento y verificación (inventarios) al tiempo que se fijan revisiones periódicas. En cuanto a la labor de seguimiento se distinguen tres categorías, según criterios de gradación económica: los países desarrollados deberán suministrar una información completa; los emergentes tendrán menores exigencias, y los países más pobres tendrán un nivel mínimo. En cuanto a las revisiones de los compromisos contraídos se efectuarán al alza cada cinco años. Sin embargo, un primer análisis se realizará ya en 2018 y la primera actualización efectiva tendrá lugar en 2020, con la entrada en vigor del acuerdo. 

  • La lucha contra el cambio climático puede compaginar estrategias de mitigación y de compensación.

Se ha escrito que la política es el arte de hacer posible lo que es necesario. La experiencia en negociaciones internacionales nos enseña que los objetivos no se cumplen por ser perfectos, sino, sobre todo, porque sean asumidos por todos y factibles de realizar.

Un ejemplo de libro lo tenemos en cómo el Acuerdo de París se centra en las denominadas emisiones netas, dando a entender que los objetivos climáticos a medio plazo (2050) se podrán conseguir por dos vías: la reducción de las emisiones antropógenas de efecto invernadero y por una mejora de la capacidad de absorción de CO2 por cada parte contratante. En otros términos, el objetivo de mitigar las emisiones por fuentes puede suplantarse o neutralizarse fomentando la captura y el almacenamiento de carbono (sumideros). Ello explica de soslayo la inclusión de la agricultura y la silvicultura entre los nuevos sectores cubiertos por el acuerdo.

Los puristas pueden rasgarse las vestiduras alegando que es una burda concesión a los países petroleros y a las industrias fósiles que puede retardar el proceso global de descarbonización. Pero también es cierto que, si el objetivo es reducir la temperatura mundial, cualquier medio es válido, y la biomasa en general y los bosques en particular pueden coadyuvar a alcanzarlo por su capacidad de retención del CO2. Tengamos presente que hoy se pierden anualmente 12 millones de hectáreas de bosque y que tal proceso de desforestación es culpable del 11% de las emisiones mundiales. En este contexto, en torno a cien de los 187 países firmantes han incluido en sus planes de reducción medidas relacionadas con los suelos, la agricultura y la silvicultura, prueba fidedigna de la importancia que dan al tema, en especial en aquellos continentes donde aún persisten grandes hábitats naturales.

En este contexto, la cuestión no radica en si era o no conveniente incluir las estrategias de captura de carbono en el Acuerdo de París, sino más bien preguntarse sobre: 1) cómo se podrán verificar y medir los esfuerzos nacionales en favor de la conservación de los bosques y de los suelos y, de refilón, 2) hasta qué punto los países desarrollados se comprometerán en movilizar una financiación acorde a este reto.

  • El acuerdo tiene implicaciones financieras a distintos niveles.

El Acuerdo de París contiene numerosos flecos financieros, tanto para el sector público como para las empresas. De entrada, a título meramente declarativo, se dispone que los países desarrollados deben seguir encabezando los esfuerzos contra el cambio climático. Ello se contrapone con la exclusión de cualquier reclamación futura de indemnizaciones por los daños causados por el calentamiento global en las economías en desarrollo. En suma, se da una de cal y otra de arena.

acuerdo-paris-3Asimismo, se impone que todas las partes establezcan en sus planes nacionales las medidas que pretenden aplicar para cumplir con los compromisos de reducción, lo que implica simultáneamente regulaciones y acciones de gasto (a concretar). Se colige, además, que estas medidas en los países en desarrollo estarán en función de sus capacidades. Sentadas estas premisas, la decisión prevé la creación de un “fondo verde” para apoyar financieramente los procesos de adaptación al cambio climático de los países más pobres y permitirles crecer con bajas emisiones. Este fondo debería ser capaz de movilizar hasta 100.000 millones de dólares anuales desde 2020, con una posible revisión al alza del montante antes de 2025. Se nutriría por los países desarrollados con carácter obligatorio, si bien se deja la puerta abierta a la participación de los emergentes con carácter voluntario. Sobre este punto, el problema consiste en que siguen pendientes de concretar las aportaciones de cada país y en qué medida podrán cooperar las economías emergentes. Es indudable que se trata de un punto muy sensible y que marcará el éxito o el fracaso del Acuerdo de París.

Complementariamente se hace alusión a la constitución de un nuevo organismo internacional dedicado a compensar a los Estados más afectados por las pérdidas y daños derivados del cambio climático. No obstante, este compromiso es muy etéreo en tanto que el desarrollo de la nueva institución se ha dejado para más adelante.

Aunque el Acuerdo de París fue firmado por los Estados y no por las empresas, tiene igualmente connotaciones para el sector privado, siquiera de forma indirecta. El acuerdo dispone entre sus objetivos el acrecentar los flujos financieros globales para erigir una economía más limpia. Con ello se pretende dar una señal a los mercados para que movilicen las inversiones necesarias y desarrollen y apliquen las tecnologías más adecuadas durante la fase de transición energética. En nuestro país, por ejemplo, ya se han dado algunos pasos en este sentido y se han constituido el Clúster Español de Cambio Climático y el Grupo Español para el Crecimiento Verde.

Por último, es de resaltar que el Acuerdo de París reconoce el papel de los mecanismos de incentivo para reducir las emisiones, entre ellos la fijación del precio del carbono. En la actualidad, unos 40 Estados y 23 entidades subestatales ya cuentan con instrumentos de este tipo, pero que cubren apenas el 12% de las emisiones anuales de gases de efecto invernadero (equivalente a 7.000 millones de toneladas). En el marco del Acuerdo de París, más de 90 países han incluido la fijación del precio del carbono entre las medidas que se proponen adoptar.

El (escabroso) camino de la ratificación

Tras la firma del Acuerdo de París nos espera su ratificación como paso previo a la puesta en marcha de los proyectos pergeñados a nivel nacional para frenar el calentamiento global. Es particularmente importante que las denominadas economías de rápido desarrollo se involucren activamente en el proceso, porque se estima que para 2035 serán por sí solas responsables de la totalidad del incremento de las emisiones globales (con un porcentaje total del 29%). Estas economías constituyen un variopinto grupo de 20 países, entre los que, aparte de gigantes como China o India, entran también otros países medianos, como Chile o Marruecos.

China, Estados Unidos y la UE, a la sazón los principales responsables de las emisiones (gráfico 2), han mostrado su voluntad de ratificar el Acuerdo de París de manera inmediata, lo cual permitiría que echara a andar antes del año 2020.

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Es interesante resaltar el cambio de actitud de China, ya hoy el primer país contaminante del mundo, con más de 12.000 millones de toneladas anuales de CO2 (gráfico 2). En 2009, durante la Conferencia de Copenhague, se opuso a cualquier acuerdo de carácter vinculante. Eran aún los tiempos del crecimiento a toda costa, sin preocupación alguna por la crisis ecológica que lo acompaña. De entonces para acá, el Gobierno chino se ha dado cuenta de las nefastas consecuencias de este camino y ha iniciado el cambio de su modelo productivo y energético (hoy basado fundamentalmente en el carbón). En París, China se ha comprometido a alcanzar su techo de emisiones en 2030 y recortar para esta fecha sus emisiones por unidad de PIB entre un 60 y un 65% con respecto a los niveles de 2005.

En cuanto a Estados Unidos, el presidente Obama ha hecho del cambio climático uno de los ejes de su legado. El verano pasado presentó un ambicioso programa para recortar las emisiones en 2025 entre un 26 y un 28% respecto a los niveles de 2005 y que impone la adopción de energías renovables a escala nacional y de manera inmediata, bajo la batuta de la Agencia Federal de Medio Ambiente. Hay que resaltar que basta la firma de un decreto por el presidente norteamericano para la ratificación del acuerdo, con lo que se sortea el riesgo de bloqueo de las Cámaras (como ocurrió con el Protocolo de Kioto). A Obama le urge ratificar el acuerdo porque, en el (improbable) caso de que hubiera un presidente republicano tras las elecciones del próximo mes de noviembre, este quedaría maniatado y tendría que esperar cuatro años para retirarse del acuerdo. Ahora bien, de momento, sus pretensiones se encuentran en un limbo jurídico: los Estados productores de carbón se opusieron judicialmente al programa, y en febrero pasado el Tribunal Supremo lo dejó en suspenso.

En lo que se refiere a la UE, el liderazgo político mostrado en los foros choca con el proceso complejo de ratificación de los 28 Estados miembros que, de acuerdo con sus respectivos marcos constitucionales, requerirá acuerdos parlamentarios o la adopción de leyes específicas en cada país.

Las instituciones europeas ya han empezado los trabajos legislativos con vistas a hacer realidad las promesas contraídas. El 4 de marzo de 2016, el Consejo de Ministros de Medio Ambiente debatió los pasos a seguir para la aplicación inmediata del Acuerdo de París. Previamente, el 2 de marzo, la Comisión Europea había presentado una primera evaluación de las implicaciones para la UE del nuevo acuerdo (COM (2016) 110). Tras la cumbre de Nueva York, el objetivo de la UE es ratificar el acuerdo lo antes posible y completar los trabajos legislativos ya previstos en su Paquete-marco en materia de clima y energía 2030.

El marco regulatorio vigente en la UE en materia de cambio climático

Se estima que en torno a una quinta parte de los créditos previstos en el Marco Financiero Plurianual para el periodo 2014-2020 se destinará a acciones climáticas. El objetivo es reducir las emisiones europeas de gases de efecto invernadero (GEI) para 2020 en al menos un 20% respecto a los niveles de 1990. Esto se debería lograr mediante un incremento de un 20% de las energías renovables en el consumo energético final y una mejora de la eficiencia energética también de un 20% (de ahí que sea conocido por Objetivo 20-20-20).

La política climática de la UE ha abarcado tradicionalmente dos componentes:

  • El régimen de comercio comunitario de derechos de emisión (EU Emissions Trading System, ETS), que hoy cubre aproximadamente el 45% de las emisiones y afecta directamente a unas 11.000 grandes instalaciones generadoras de energía e industrias manufactureras.
  • La decisión de distribuir entre los Estados miembros el esfuerzo de reducción de los gases de efecto invernadero (Effort Sharing Decision, ESD) (Decisión nº 406/2009). Esta decisión acoge una buena parte de las emisiones que tienen su origen en los sectores excluidos del ETS, entre los que se cuentan las emisiones de dióxido de carbono procedentes del transporte, la calefacción de edificios, los desechos y la agricultura, la silvicultura y los usos del suelo en general (ASUS o, en sus siglas inglesas, AFOLU, Agriculture, Forestry and other Land Use). El conjunto de estos sectores representa en la actualidad más de la mitad de las emisiones totales de la UE. La ESD establece objetivos vinculantes de reducción de emisiones para los Estados miembros de la UE para el periodo 2013-2020.

Vale la pena que nos detengamos un momento en el tratamiento existente en la UE de la ASUS/AFOLU, noción que integra todas las actividades humanas ligadas al uso del suelo que puedan desprender emisiones de GEI (roturación agrícola, actividades de desforestación o gestión de humedales y turberas). El Protocolo de Kioto de 1997, debido a su marcado sello europeo, centró el grueso de sus medidas en los sectores del transporte y de la energía, y olvidó completamente ese otro ámbito. Por esa misma razón, y por la falta de criterios técnicos internacionales de referencia, la UE no incluyó la ASUS en los objetivos de reducción para 2020, contradiciendo su propio acuerdo respecto a que todos los sectores deberían contribuir en la lucha a largo plazo contra el cambio climático.

En 2013 se adoptaron algunas reglas para la contabilización de las emisiones derivadas del uso de la tierra (Decisión nº 529/2013), pero sin imponer compromiso alguno. Con el Acuerdo de París la situación cambia completamente y las actividades agrarias, silvícolas y de usos del suelo van a jugar un papel central en el combate contra el calentamiento global a partir de 2020, con implicaciones directas en la PAC.

Más recientemente, en octubre de 2014, el Consejo Europeo adoptó el Paquete-marco en materia de clima y energía 2030, fijando un objetivo obligatorio general de reducción de los GEI de al menos el 40% en 2030 respecto a 1990. Ya cubre todos los sectores y fuentes de emisiones, incluidos la agricultura y la silvicultura, así como otros usos del suelo. Cabe destacar con este marco tres cuestiones:

  • Que el sistema de comercio de emisiones (ETS) se convierte en el principal instrumento para alcanzar la ya citada reducción global del 40% y que las instalaciones afectadas deberán disminuir sus emisiones en un 43%.
  • Que los sectores bajo el manto de la Decisión sobre la distribución del esfuerzo (ESD) deberán bajar imperativamente sus emisiones en un 30% (complementariamente, un nuevo ESD entrará en vigor para el periodo 2021-2030).
  • Que las modalidades de inclusión de los usos del suelo en general (ASUS/AFOLU) en el marco 2030 se tomarán antes de 2020, una vez cumplidas las condiciones técnicas previamente requeridas, formalizadas en el Acuerdo de París.

Está previsto que antes de finalizar 2016, la Comisión Europea presente las propuestas legislativas que permitan aplicar el marco 2030, entre las que se contarán las siguientes: la adaptación del marco regulatorio vigente en la UE a fin de mejorar su eficiencia energética y reforzar su liderazgo mundial en materia de energías renovables; la legislación necesaria para la gobernanza climático-energética pos-2020, y la nueva Decisión del Esfuerzo Compartido (ESD) para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en los sectores (como el agrícola) no cubiertos actualmente, que incluirá los inventarios de actividades ligadas al uso de la tierra (ASUS/AFOLU).

Hay que mencionar por último que otras políticas comunitarias pueden incidir en los GEI, aunque no tengan objetivos específicos respecto al cambio climático. Es el caso por ejemplo de las políticas de prevención y lucha contra la contaminación atmosférica, también denominadas de “aire limpio” (Clean Air Policy), y en particular la propuesta de Directiva sobre reducción de emisiones de determinados contaminantes atmosféricos, que modifica la presente Directiva 2003/35/CE. Esta propuesta de la Comisión Europea incluye techos nacionales de emisión para el metano y el amoniaco. Sin embargo, tanto el Consejo Europeo como el Parlamento se han mostrado contrarios a la inclusión del metano de origen agrario y las negociaciones interinstitucionales al respecto siguen abiertas.

El impacto del cambio climático en la agricultura

Debido a su directa dependencia de los procesos biológicos, el sector agrario es, sin duda, uno de los sectores más afectados por el cambio climático. Entre sus principales consecuencias se pueden citar las siguientes:

  • Un aumento del riesgo de incidentes climáticos extremos de carácter catastrófico (inundaciones, sequías, olas de calor, incendios).
  • Cambios en el crecimiento vegetativo de las plantas, la maduración y los rendimientos.
  • La agudización de la degradación y erosión de los suelos.
  • Una mayor irregularidad en la disponibilidad de agua para la agricultura, con el consecuente incremento del estrés hídrico de las plantas y una mayor sobrexplotación de los acuíferos.
  • Un incremento del riesgo de plagas vegetales y epizootias.
  • El deterioro de la salud y el bienestar animal.
  • Cambios en la oferta energética.
  • Efectos en la ordenación espacial de los cultivos.
  • Una mayor volatilidad en los precios y rentas de los productores agrarios.

Estos impactos se están ya haciendo notar, en mayor o menor grado, en todos los sistemas agrarios del Viejo Continente, pero van a incidir particularmente en las agriculturas del Mediterráneo y del Mar Negro. En este contexto, la mayor parte de los sistemas agrarios españoles se encuentra especialmente expuesta al cambio climático, por sus características físicas y por el peso específico del regadío en nuestra producción final agraria. Si la temperatura media del planeta subiera 2º C respecto a la era preindustrial (umbral-objetivo a no sobrepasar, no lo olvidemos), las máximas en verano para la península Ibérica podrían aumentar entre 3 y 4 grados (superando los 40º C regularmente), con un declive en las lluvias de verano entre un 15 y un 20%.

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Aparte de los efectos directos en la producción agraria, tal escenario acentuaría los incendios forestales, con el consecuente agravamiento de los avanzados procesos de erosión de los suelos y desertificación que ya padecen muchas zonas. Recordemos que hoy España ya encabeza las estadísticas europeas de incendios forestales: la media anual de siniestros mayores de 1 ha en el decenio 2004-2013 fue de 5.394, con 117.000 ha de superficie media forestal afectada y 40.000 ha de arbolada.

Tenemos, además, una de las mayores huellas hídricas del mundo (2.461 m³ por persona y año), solo superada por Níger, Bolivia, EEUU y Portugal. En este contexto, el regadío consume el 70% del agua en España (frente al 22% de la industria y el 8% de los hogares), y en algunas zonas a costa de acuíferos sobrexplotados. Contamos además con 1.200 grandes presas (de más de 15 metros), por lo general viejas, con riesgo de saturar los cauces fluviales (caudal ecológico). Para acabarlo de arreglar, a mayor demanda de agua, mayor demanda de energía: se estima que un 7% de la energía en España hoy ya se usa para bombear, tratar y transportar agua para el consumo (frente a un 8% en todo el planeta).

En estas circunstancias, una de las facetas principales de la lucha contra el cambio climático en España pasará por la revisión de la gestión y de los hábitos de consumo del agua para fomentar su ahorro (en 2012, en plena recesión, 122 litros/habitante/día en España, tras registrar 150 litros en 2002). Y habrá que priorizar la modernización de los regadíos e infraestructuras hidráulicas menos eficientes.

Las emisiones de GEI de origen agrario en la UE

Pero el sector agrario no solo es una víctima del cambio climático y posible objeto de políticas de adaptación. También es una fuente de emisiones de GEI no desdeñable que requiere estrategias propias de mitigación. Los datos disponibles (calculados de acuerdo con los parámetros de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, CMNUCC) muestran que la agricultura es responsable del 9,8% del total de emisiones de efecto invernadero de la UE. Un porcentaje inferior a la media mundial (en torno al 14%, según el último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, IPCC, Cambio climático 2014, página 96), pero que no deja de ser relevante (solo superado por el sector energético, 59%, y el transporte, 20%).

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la metodología de la CMNUCC no cataloga como emisiones de la agricultura a una buena parte de las emisiones ligadas a este sector. Así, las emisiones derivadas de la producción de insumos agrarios (fertilizantes, pesticidas, piensos, etc.) se incluyen en la categoría “procesos industriales” (gráfico 1). Y las emisiones de dióxido de carbono ligadas al uso de combustibles fósiles por el sector agrario (maquinaria, instalaciones, regadío, etc.) y a la utilización de los suelos, tampoco se contabilizan hoy por hoy como emisiones “agrarias” y se registran respectivamente en las categorías de “energía” y de “ASUS/AFOLU”.

Conocidas estas restricciones, las estadísticas oficiales muestran que las emisiones de origen agrario en la UE han bajado un 23% desde 1990 hasta 2011, por encima de la reducción media registrada en su conjunto en el mismo periodo (-18%) (gráfico 1). Esta caída se explica por el aumento de la productividad, la mejora en las prácticas agrarias, las políticas públicas aplicadas tanto a nivel agrario como medioambiental y, sobre todo, el fuerte ajuste de la cabaña ganadera registrado en los nuevos Estados miembros en su transición a una economía de mercado y durante el proceso de adhesión a la UE. Es significativo comprobar que las mayores caídas se han dado en prácticamente todas las antiguas economías socialistas (gráfico 3).

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Los GEI más relevantes en la actividad agraria europea son el óxido nitroso (58% del total) y el metano (42%). Las principales fuentes en la UE (gráfico 4) son las siguientes: las prácticas de gestión del suelo (52%), que desembocan en emisiones de óxido nitroso de resultas de la descomposición de la masa orgánica en los suelos y, sobre todo, de la utilización de fertilizantes nitrogenados;  la fermentación entérica originada por los procesos de digestión de los rumiantes (32%), que se traducen en la emisión de metano, y el almacenamiento y manipulación del estiércol (16%), de los que se desprenden óxido nitroso y metano.

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Con este telón de fondo, la importancia de las emisiones de efecto invernadero de la agricultura difiere sustancialmente de un Estado miembro a otro, yendo de un imponente 30,8% en Irlanda a un insignificante 2,3% en Malta, pasando por España que se sitúa en un nivel medio (el 10,6%) (gráfico 5). Esta diversidad se justifica por el distinto peso del sector agrario en las economías nacionales, así como por las características propias de los sistemas agrarios nacionales (y muy en particular por el grado de especialización ganadera, sector que se estima contribuye en un 14,5% al total de las emisiones antropogénicas con efecto invernadero).

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La lucha contra el cambio climático y las políticas agrarias

Adaptación y mitigación son estrategias complementarias para aminorar y gestionar los riesgos derivados del cambio climático. El sector agrario europeo puede, y debe, contribuir a la reducción de las emisiones, al tiempo que ha de prepararse para afrontar sus efectos (principalmente en las áreas como la península Ibérica que, según todos los indicios, sufrirán más su impacto). Y lo deberá hacer sin menoscabo de su capacidad para producir alimentos, de la viabilidad de sus explotaciones y de la vertebración de todos los territorios rurales europeos sin excepción. Este es el gran reto de la agricultura del Viejo Continente del siglo XXI, para lo que se precisará una PAC y unas estrategias nacionales a la altura de las circunstancias.

Las actuaciones de política agraria pueden contribuir a mitigar los efectos del cambio climático a cinco niveles.

  • Reducción de la intensidad de las emisiones de metano y óxido nitroso mediante la mejora del balance de nitrógeno a nivel de explotación, el fomento de la producción de biogás y el desarrollo de prácticas agroganaderas específicas, tales como el cambio de las raciones del ganado, la extensión de cultivos leguminosos, una mayor utilización de cultivos de cobertura y rotaciones o, incluso, el uso de inhibidores de nitrificación.
  • Conservación de los sumideros de carbono existentes (fundamentalmente bosques y cultivos leñosos) y el fomento del secuestro del carbono en el suelo.
  • Incidir en una mayor eficiencia hídrica y energética de las explotaciones, mediante mejoras en el regadío y acciones de sustitución de productos derivados de combustibles fósiles o de altas emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) por productos de origen biológico.
  • Desarrollar, a título preventivo, los mecanismos de gestión del riesgo en general (y entre ellos, el climático), a fin de reforzar la resiliencia de las explotaciones agrarias y garantizar su viabilidad como productoras de alimentos.
  • Desde el lado de la demanda se pueden lanzar iniciativas que disminuyan la pérdida y el desperdicio de alimentos, fomentar cambios en la dieta humana (campañas alimentarias), y promover el uso de productos duraderos derivados de la madera o de origen biológico.

Este conjunto de medidas puede mejorar la eficiencia en el uso de los recursos naturales y mitigar las emisiones de GEI por parte de las explotaciones. Pero no siempre serán fáciles de aplicar, en especial por parte de las explotaciones más pequeñas y frágiles, cuando requieran elevadas inversiones, nuevas tecnologías, formación específica  o impliquen caídas en los rendimientos y en la producción. En estos casos, las políticas agrarias europeas y nacionales (de asesoramiento, transferencia tecnológica y apoyo financiero) serán cruciales para garantizar el éxito.

Complementariamente los poderes públicos deberían apoyar la I+D+i en este campo y desarrollar operativamente los recientes enfoques en la UE que intentan conciliar productividad agraria, sostenibilidad y resiliencia al cambio climático; por ejemplo, una agricultura climáticamente más inteligente (Climate Smart Agriculture, CSA, la denominada “economía circular” o “bioeconomía”).

El proceso de reformas hacia la PAC pos-2020 y el cambio climático

La llamada “Revisión médica” de la PAC (CAP Health Check), aprobada en noviembre de 2008, ya tenía, entre otros objetivos, el apoyar a los agricultores a hacer frente a lo que entonces se llamaban “nuevos desafíos”, como el cambio climático, la gestión del agua y la bioenergía.

Al calor de la cumbre de París, en los últimos tiempos se suceden las declaraciones de diversos comisarios (de Agricultura, Medio Ambiente o Cambio Climático) recordando que la PAC jugará un papel fundamental dentro del paquete climático para 2030 en la aplicación de los compromisos suscritos por la UE.

A la espera de propuestas legislativas que concreten estas declaraciones, es obvio que la futura acción agroclimática se desplegará a partir del acervo de la PAC 2014-2020 y en particular de las medidas ya existentes en sus cuatros reglamentos de base: sobre desarrollo rural (Reglamento (EU) nº 1305/2013); sobre pagos directos (Reglamento (EU) nº 1307/2013); sobre la Organización Común de Mercado (OCM) (Reglamento (EU) nº 1308/2013), y el denominado “Reglamento horizontal” (Reglamento (EU) nº 1306/2013).

Este último, en su artículo 110.2.b, establece como un objetivo propio de la PAC “la gestión sostenible de los recursos naturales y la acción por el clima, con atención especial a las emisiones de gases de efecto invernadero, la biodiversidad, el suelo y el agua”.

En su virtud, la PAC actual tiene en su haber una serie de mecanismos de política climática. Algunos de ellos se refieren explícitamente al objetivo de adaptación y mitigación del cambio climático, otros son más ambiguos, pero podrían fácilmente transformarse en instrumentos de futuro. Por ejemplo:

  • Dentro del primer pilar de la PAC tenemos: 1) el régimen de pagos directos, con la “ecocondicionalidad” y los “pagos verdes” propiamente dichos (equivalentes al 30% de los sobres nacionales totales, según el artículo 43 de su respectivo reglamento), que se orientan a apoyar prácticas beneficiosas para el medio ambiente y el clima; 2) la Organización Común de Mercados (OCM), que cita como uno de los posibles objetivos de las organizaciones de productores el contribuir a un uso sostenible de los recursos naturales y la mitigación del cambio climático (artículo 152 del reglamento), al tiempo que los programas vitivinícolas pueden financiar inversiones que ahorren energía, mejoren la eficiencia energética y refuercen la sostenibilidad (artículo 50 del reglamento).
  • Dentro del segundo pilar de la PAC, los Estados miembros están obligados a destinar el 30% de los fondos de sus Programas (nacionales y/o regionales) de Desarrollo Rural (PDR) a la mitigación y adaptación climáticas y a medidas medioambientales. Este gasto puede materializarse por ejemplo en programas agroambientales, pagos en favor de la agricultura ecológica, pagos a zonas con hándicaps naturales, acciones silvícolas, o pagos en las zonas Natura 2000. Por otro lado, los PDR pueden también fomentar los mecanismos de gestión del riesgo (mediante seguros, fondos mutuales o instrumentos de estabilización de ingresos).

Parece evidente que, tras el Acuerdo de París, este conjunto de medidas se consolidará incorporando nuevos mecanismos y más financiación. A nuestro entender, el acuerdo suscrito en París actuará como catalizador para que, de manera ya irreversible, la PAC pos-2020 se torne en una política en favor de los bienes públicos medioambientales.

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Con tales mimbres es de suponer que la futura ecocondicionalidad va a incluir nuevas regulaciones de carácter climático, de cumplimiento obligatorio por las explotaciones para el cobro de los pagos directos. Se consolidarán los pagos a la hectárea, en la medida en que la conservación de los suelos se convertirá en una prioridad. Los pagos verdes se ampliarán y profundizarán su cobertura, recogiendo las experiencias más exitosas de las medidas equivalentes ya aplicadas por algunos Estados miembros. Otros pagos directos (de subsistir), como los pagos conectados a producciones, comportarán exigencias ambientales propias. Los mecanismos de gestión del riesgoadquirirán carta de autonomía, y es probable que se beneficien de un régimen específico de financiación plurianual que les permitirá operar de manera más eficaz que hasta ahora. El EIP-AGRI (European Innovation Partnership- Productivity & Sustainability) y las medidas de fomento de la investigación y de la transferencia tecnológica en general se verán también relanzados.

Finalmente, los Programas de Desarrollo Rural se convertirán en los instrumentos privilegiados para la aplicación de los compromisos de París (en materia forestal, de gestión de suelos, fomento de la sostenibilidad en general), posiblemente con un mayor grado de integración con otros fondos y el Programa LIFE. A este respecto será interesante ver qué nos propondrá la Comisión en la Conferencia  de Cork 2.0, que se efectuará el 5 y 6 de septiembre de 2016.

Sería de desear que nuestras autoridades públicas y nuestras organizaciones profesionales empezaran a prepararse para un escenario como el que acabamos de relatar. Y que lo hicieran de forma positiva, con propuestas propias y surgidas de nuestros sistemas productivos, que permitieran aplicar los compromisos de París de la mejor forma posible a las agriculturas españolas, mostrando a la ciudadanía el compromiso del sector en la preservación del planeta.

Referencias bibliográficas

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Artículo original publicado en el Anuario 2016 de la Agricultura Familiar, editado por la Fundación de Estudios Rurales.

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