Hace apenas un año, con los primeros bombardeos rusos sobre Kiev y los avances de la artillería sobre el este de Ucrania, los difíciles equilibrios de las economías mundiales empezaron a tambalearse, con una secuencia de acontecimientos concatenados que afectaron de forma especial e inmediata a las materias primas energéticas y alimentarias.
Se produjo a partir de ese momento lo que ha venido a calificarse como “tormenta perfecta”, cuya definición en primera búsqueda se resume así: cuando diferentes factores de riesgo, cada uno de los cuales por separado no generarían un impacto definitivo, se combinan entre sí para dar lugar a una catástrofe inevitable.
La catástrofe se tradujo enseguida en un rápido aumento de inflación, un comportamiento económico muy temido tanto por lo que significa en sí mismo -subida de precios en los productos y servicios básicos de gran consumo- como por los efectos indirectos en aumento de tipos de interés y pérdida de valor de renta disponible para las clases populares, aquellas que dependen de su salario o su esfuerzo como profesionales autónomos, como nos ocurre a los pequeños agricultores y ganaderos.
Y a partir de ahí, comenzó el análisis permanente sobre el origen, las causas, los efectos y posibles soluciones a este problema, que se ha instalado entre nosotros sin que, de momento, parezca tener una salida clara.
Unos análisis en su mayor parte interesados, que siempre generan ríos revueltos en los que los depredadores más espabilados y mal intencionados terminan encontrando buenas presas y mejores resultados a costa de la mayoría. Por ello, desde la mayoría social y productiva que representa la agricultura y ganadería familiar en el origen de la cadena alimentaria, debemos alzar la voz, con la prudencia y paciencia que nos caracteriza siempre, para dejar claras algunas ideas básicas.
En primer lugar, que seguimos siendo el eslabón más débil en el complejo productivo-industrial- logístico-comercial que nos da de comer a todos. Y que no vamos a renunciar a los mínimos avances conseguidos en los últimos años para ordenar y equilibrar el comportamiento de los mercados.
En segundo lugar, que nuestras rentas sufren incluso más que antes en este periodo de subidas de precios al consumo por la inflación. Los precios que pagamos por los medios necesarios para producir superan con mucho los aumentos en precios percibidos. El resultado es sencillo: pérdida de rentabilidad en las explotaciones agrícolas y ganaderas.
En tercer lugar, que los precios más altos en algunos sectores concretos -con la leche o el aceite de oliva como ejemplos más claros- se deben más a ciclos productivos y normalización de relaciones contractuales que a presiones inflacionistas.
Y, en cuarto lugar, que cada vez resulta más evidente la necesidad de medidas que desarrollen la Ley de la Cadena Alimentaria para reforzar la vigilancia de los precios y márgenes en los alimentos. La observación y la información también son herramientas de política económica, porque ayudan a tomar decisiones y evidencian las prácticas irregulares de los procesos intermedios, cuando hay sumas excesivas de márgenes comerciales en cada eslabón de la cadena.
Con una reflexión final: la presión sindical de los agricultores y ganaderos al límite consiguió hace tres años el impulso definitivo a un cambio de modelo. Tres años después, esta misma presión sindical está más viva que nunca para evitar que ninguna tormenta perfecta nos arrastre definitivamente por el abismo.
Editorial del número 292 de La Tierra de la Agricultura y la Ganadería.