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Desarrollo rural

El campesinado en el Delta del Ebro y la Albufera de Valencia ¿Crónica de una muerte anunciada?

Marina Requena i Mora. Universidad de Valencia - 08/09/2017

Gran parte del pensamiento social clásico que ha estudiado los procesos de modernización capitalista ha tendido a caracterizar estos procesos como dinámicas evolutivas que enfrentan de forma dicotómica, de un lado, las estructuras tradicionales, valoradas de forma negativa como algo a superar, y, de otro, las estructuras más modernas, valoradas positivamente como algo a desarrollar. En esas dinámicas, el papel asignado al campesinado ha sido objeto de interesantes debates (Newby y Sevilla- Guzmán, 1981; González y Moyano, 2007).

Los teóricos sociales de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, especialmente los de la escuela marxista (Marx, Kautsky, Lenin…), pronosticaron que la pequeña explotación agraria individual, nacida de la disolución del modo de producción feudal, sería progresivamente víctima de la concentración capitalista e incluso proponían acciones para acelerar el proceso de liquidación de los modelos campesinos.

Así, en esas décadas finales del siglo XIX y gran parte de la mitad del siglo XX, el debate sobre la funcionalidad de las pequeñas explotaciones agrarias en el sistema capitalista tuvo como eje central la cuestión de las ventajas comparativas de la gran explotación (Calva, 1988), debate al que también se unirían, si bien con argumentos proclives al apoyo de las explotaciones de tipo familiar, pensadores de tradición no marxista (inspirados en los estudios de Chayanov sobre el cooperativismo). Sin embargo, durante varias décadas, se acabaría imponiendo la tesis del “fin del campesinado” (Mendrás), ya fuese por el vector tecnológico (que no solo estaría sirviendo para que avanzara el proceso de “desagrarización”, sino también para integrar la agricultura en la lógica de la producción industrial), ya fuese por la transformación de los campesinos en otro sujeto social más homogéneo y combativo (agricultores de tipo familiar).

Como anticipara Servolin (1977) en su estudio sobre las producciones de tipo familiar en el sector lácteo francés, el proceso de modernización agraria no supuso el “fin del campesinado”, sino la formación de un sector de pequeñas explotaciones agrarias, funcional para el propio sistema capitalista. Sus propietarios ya no adoptarían los parámetros tradicionales del campesinado, sino que acabarían asumiendo los principios de la nueva lógica del mercado: la propiedad de la tierra como objeto de transacción económica; el predominio de la producción orientada al mercado; una mayor dependencia respecto de los mercados internacionales (tanto en bienes como en trabajo), y una mayor propensión a la utilización y renovación de la innovación tecnológica (Alonso, Arribas y Ortí, 1991).

Estos cambios no significarán la entrada del moderno campesinado en una fase de opulencia y bienestar, ya que, en la mayoría de los casos, se verán obligados a contratarse como asalariados a tiempo parcial y a supeditar sus estrategias a las estructuras comerciales dominantes, quedando fuera de su alcance las decisiones relacionadas con la inversión, la venta de la producción, el uso de abonos químicos, la siembra o la mecanización. En ese contexto, el moderno campesinado se convertirá en un pequeño agricultor titular de una explotación modernizada, pero cada vez más dependiente del mercado y de las instituciones financieras a través de dos mecanismos relacionados entre sí: 1) integrándose en el mercado para abastecerse de insumos y para vender la producción, y 2) perdiendo autonomía para gestionar la explotación agraria con sus propios medios (Gaviria, 1975).

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Aunque el desarrollo de la modernización agraria no significó la desaparición de las pequeñas explotaciones de tipo familiar (base del campesinado tradicional), tuvo, sin embargo, como consecuencia la supresión definitiva de un modelo de vida campesina que históricamente se había mostrado como un modelo social autónomo y singular respecto del vigente en el mundo urbano y como una relación económica de producción diferenciada respecto del trabajo asalariado. Tal supresión constituía una fase necesaria en la plena instauración del modelo capitalista de empresa agraria rentable y adecuada a las exigencias del mercado (Ortí, 1984).

Por todo ello, la paradoja de la modernización agraria es una paradoja económica: en el proceso de subsunción por el capital, la actividad agraria tiende a ser más productiva, pero menos rentable, una paradoja que será vivida como una vía sin salida por los mayoritarios pequeños propietarios agrícolas después de los años 1960. Esta percepción se manifiesta ya en algunas de las investigaciones realizadas en los años 1980 y 1990 por autores como Alfonso Ortí.

En esos estudios, los pequeños agricultores españoles se percibían a sí mismos como presos del, y alienados en, circuito asfixiante de un proceso de modernización que les hacía dependientes del complejo agroindustrial y que les obligaba a adquirir insumos industriales cada vez más intensivos y más caros, empequeñeciendo, paradójicamente, la dimensión económica de su explotación (Alonso, Arribas y Ortí, 1991). Pero, también, mostraban esos estudios que el proceso de modernización entrañaba una paradoja social: modernizarse significaba el suicidio de los pequeños agricultores como sujeto social autónomo, propiciando, a largo plazo, la liquidación del mundo rural asociado a ellos.

Este proceso de desigual reestructuración social de la agricultura, explicaba Ortí (1997), se habría iniciado en España con la “primera” modernización agraria (de forma violenta, bajo el marco de la guerra civil y sus secuelas), acelerándose en el contexto de la “segunda” modernización (cuyo principal coste social sería el éxodo rural). Dicho proceso se habría conservado (al menos al nivel de las representaciones sociales) en la actual “tercera” modernización agraria en la que, a través de una dulce eutanasia, se produce la reconversión del pequeño campesinado residual en una especie de “guardián” de la naturaleza y del mundo rural, entendido ya no solo como espacio productivo, sino también de ocio.

Nuestro caso de estudio

Con intención de analizar los discursos del campesinado en una realidad social y económica concreta, abordamos el estudio de los cultivadores de arroz en dos zonas: el Delta del Ebro y la Albufera de Valencia. En estas zonas, el cultivo del arroz es vital para las familias campesinas, ya que se trata de la única opción agrícola compatible con la conservación del medio ambiente asociado a los correspondientes humedales. No obstante, la simbiosis entre los humedales y el cultivo del arroz necesita de un equilibrio sostenible que resulta complicado de lograr.

Las presiones coyunturales de la “revolución verde” impusieron un fuerte grado de mecanización y el uso intensivo de tratamientos químicos contra plagas, y todo ello compatible con el mantenimiento de la fertilidad del suelo. Ese complicado equilibrio entre producción y conservación se manifiesta, como veremos más adelante, en los discursos recogidos en nuestro trabajo de campo, donde los campesinos entrevistados señalan la imposibilidad de evitar la pérdida de importancia de una actividad agrícola convertida cada vez más en una actividad subalterna, condenada al ostracismo por el actual modelo de desarrollo económico y abocada a ser contaminante si quiere ser económicamente viable.

Nuestro estudio se llevó a cabo en 2014, y realizamos 58 entrevistas y 2 grupos de discusión2 en la Albufera y en el Delta del Ebro, participando personas vinculadas al sector arrocero, pero de perfiles sociales muy variados (agricultores, presidentes de cooperativas arroceras, representantes de sindicatos agrarios, empresarios del sector del arroz, concejales de agricultura, miembros de comunidades de regantes…). Asimismo, se complementó el análisis con la explotación de los datos de los censos agrarios de 1999 y 2009, así como bases de datos relacionadas con el mercado del arroz. El trabajo de campo se realizó en los municipios de Catarroja, Amposta y Sueca, que están en los Parques Naturales de la Albufera y Delta del Ebro.

De propietarios muy pobres a empresarios empobrecidos

Uno de los entrevistados, dirigente de un sindicato agrario del municipio de Sueca, nos decía que “...los que van quedando son los más grandes… el que va por abajo se ahoga, va bajando el rendimiento, quien tiene un campo ya no puede vivir, le hace falta más”. Los discursos agrarios recogidos en nuestras entrevistas aluden a las modernizaciones descritas por Ortí (1997). Los entrevistados relatan cómo se encontraban en una vía sin salida después de los años 1960: “para llevar un campo tienes que tener mucho dinero (…) yo dejé la tierra (…) y cogí el camión” (entrevista grupal a jornaleros jubilados de Amposta).

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Las explotaciones de los 13 municipios3 comprendidos en el Parque Natural de la Albufera, en el periodo 1999-2009, han pasado de 13.369 en 1999 a 7.405 en 2009 (gráfico 1), mientras que los siete municipios4 que comprenden la superficie del Delta perdieron 1.042 explotaciones (de 4.080 pasaron a tener 3.038) (gráfico 1).

Las transformaciones se deben a la desaparición de explotaciones de reducida dimensión, un hecho que hace patente su dificultad de respuesta a los imperativos del mercado. Así, en la Albufera encontramos que las explotaciones de menos de 5 ha han reducido su número casi a la mitad. En el Delta esta reducción ha sido menor, pero sí han aumentado en mayor medida las explotaciones con más de 50 ha.

La reducida dimensión física de la mayoría de las explotaciones no es compensada por la dimensión económica, que es insuficiente y muestra la obviedad de los problemas de viabilidad a los que se enfrenta un número considerable de explotaciones. Solo hemos tenido acceso a la producción estándar total (PET) de las explotaciones comprendidas en los pueblos deltaicos. La producción total en euros casi se ha duplicado (de 48.810.000 euros en 1999 pasaron a una de 99.541.508 euros).

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Sin embargo, aunque los datos no son del todo comparables5, las explotaciones con menos de 8 UDE suponían el 76,5%, mientras que las explotaciones con una producción inferior a 10.000 euros en 2009 comprendían el 70,8%. En ambos censos este tipo de explotaciones tan solo aporta un porcentaje muy reducido del grueso de la producción total. El aumento en el cómputo en euros de la producción total viene determinado por la existencia de unas 30 explotaciones que en 2009 suponían el 55,7% del total de euros de la producción.

Podemos hablar de una agricultura familiar practicada a tiempo parcial, de pequeñas dimensiones y de economías reducidas, pero, a la vez, de unas grandes explotaciones que concentran mucho terreno y mucha producción.

Los pequeños propietarios que lograron mantener la supervivencia de sus cultivos, explican su adaptación al sistema como su única opción: “(...) se ha entrado en el sistema de hacer grandes superficies y rebajar costes (...) hay un mundo capitalista y hemos entrado (...) lo que quiere es mucha producción, bajar costes y política de libre mercado (...) yo me he adaptado al sistema. Porque o te adaptas o te quedas marginado (...) podrás ser el más sano pero te morirás de hambre” (entrevista a campesino, Amposta).

Los discursos del sector conservacionista relatan el cambio acaecido en el campesinado, que de propietarios pobres pasaron a agricultores empresarios: “Los campesinos (…) son industriales de la agricultura, o sea hacen negocio de la agricultura (…) pero ni la manera de cultivar, ni la mentalidad, ni el impacto que provoca es el mismo” (entrevista a técnico medioambiental de Amposta).

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Y los discursos del sector tradicional no cuestionan la mejora en las condiciones de trabajo: “Ahora lo tenemos todo mecanizado (…) en una pala tipo toro cargamos y descargamos y físicamente no hacemos nada. Lo que son palas y azadas lo tenemos todo oxidado” (entrevista a campesino de Amposta). Esta última frase condensa de manera metafórica uno de los cambios acontecidos en el transcurso de las modernizaciones agrarias.

Pero, como vimos, la paradoja de la modernización agraria es una paradoja económica: “(...) antes tenías un tractor viejo para hacer un campo, ahora tienes que tener un tractor grande y bueno para hacer esos cinco campos” (entrevista a campesino, Sueca). Los agricultores critican cómo cada vez hace falta más tierra para poder sobrevivir: “(…) para vivir como antes tienes que tener 4 o 5 veces más tierra” (entrevista a campesino de Sueca). Sus beneficios, remarcan, son invertidos en más tierra y/o más maquinaria.

Reprochan el empeoramiento de la relación real de intercambio de sus productos agrícolas con los bienes del sector urbano-industrial, y la anulación de toda posibilidad competitiva de la pequeña explotación, si prosigue la inflación de los precios industriales (maquinaria, fertilizantes...): “Y todo lo que gastamos no hace más que subir” (entrevista a un agricultor de Sueca).

Además, para el caso concreto del arroz, lo que observamos es que, mientras la producción se ha incrementado un 34% desde 1990, el precio por tonelada tan solo se ha incrementado un 9%, con lo que, si sumamos el hecho de que el precio de los bienes de consumo no ha parado de subir, los datos nos revelan la paradoja económica que ha supuesto la modernización.

Este proceso también encubre una paradoja social. La modernización ha llevado a la proletarización del pequeño agricultor, que debe emplearse en otras actividades a tiempo parcial para poder pagar todos los gastos de inversión en agricultura. Con ello la mayoría de los agricultores dedica menos de un cuarto del año laboral a las actividades agrarias (gráfico 3). Un aspecto complementario es el grado de envejecimiento de los ocupados agrarios (gráfico 4).

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La media de UTA por explotación en la Albufera se sitúa en 0,52 UTA, y la del Delta en 0,66 UTA, lo que, de nuevo, expresa la dificultad de muchas explotaciones para mantenerse con dedicación completa. El número de personas que trabajan en las explotaciones comprendidas en los municipios deltaicos es casi la mitad del que trabaja en los pueblos albuferenses, debido al acusado minifundismo. En cuanto a la composición de la mano de obra, debemos resaltar el carácter familiar que, en ambos humedales, supera el 60%.

La tendencia a los ajustes que demandaba el capital ha sido intensa. No obstante, a pesar de la magnitud de los cambios, el resultado queda lejos de aproximarse a una dimensión suficiente de las explotaciones como para poder sobrevivir.

La situación económica está condicionada por un mercado oligopolístico. La empresa Ebro Foods registra unos niveles de concentración muy elevados, a pesar de vender cinco de sus marcas (obligada por las autoridades competentes). Sus ventas llegaron a los 1.090 millones de euros en 2014. Los agricultores describen de este modo el mercado oligopolístico al que están sometidos: “Los molinos grandes (...) se ponen de acuerdo en el precio (…) y ya no lo suben... y si dicen que sube entonces traen un barco de fuera y al de aquí le estabilizan el precio” (entrevista a campesino de Sueca).

Asimismo, los discursos subrayan la necesaria intervención estatal frente al abuso del oligopolio y señalan las contradicciones que supone el hecho de que haya una regulación ambiental, asociada al pago de ayudas, pero una desregulación en el mercado. La presencia de Ebro Foods les hace entender que el poder político ha quedado supeditado al poder económico, y “entre dos o tres manejan el arroz de España y ni el gobierno tiene nada que ver... y hacen lo que quieren y lo traen de Egipto o de donde sea (...) hay uno que lo llaman Ebro Foods, ese es el que lo maneja todo” (entrevista a cazador y agricultor de Sueca).

La necesidad de que el campesinado en los países de capitalismo avanzado haya requerido de un Estado intervencionista para, gracias a las políticas agrarias, no ser arrasado por las estrategias de las multinacionales alimentarias establecidas ya a nivel mundial, hace muy débil su posición actual frente a unas tendencias que son las contrarias: liberalización de los mercados y máxima mercantilización de las relaciones sociales.

Desde mediados de los años 1980, a raíz de la integración de España en la UE, las sucesivas reformas de la PAC y la aplicación de los acuerdos de la OMC, el sector agrario ha visto alterar su funcionamiento (Bartual, 2002). La liberalización del cultivo del arroz dio lugar a la expansión del mismo en zonas no tradicionales. De las 60.000 ha en la década de 1980 se pasó a las 121.746 ha de hoy. A la competencia estatal se le suma la internacional, así como las sucesivas revisiones de la PAC que han ido liberalizando el comercio internacional y reduciendo el proteccionismo. A su vez, la PAC ha condicionado las ayudas con criterios sanitarios y medioambientales, que rompen con la lógica productivista.

Empero, existen algunas contradicciones en las ayudas en cuanto a los pretendidos objetivos de ruptura con el productivismo. Este sistema de asignación mantiene la desigualdad en la distri bución a favor de las explotaciones de mayores dimensiones, realizándose una fuerte presión competitiva sobre las pequeñas explotaciones que, con menor apoyo público, siguen buscando por la vía del productivismo su subsistencia. Las organizaciones sindicales de pequeños y medianos agricultores reclaman una modulación social de las ayudas a favor de las pequeñas explotaciones familiares.

Los discursos son unánimes al señalar que las condiciones en que se produce el arroz en estos parques naturales son muy diferentes a las condiciones en que se produce en los países de fuera de la UE. Destacan que en estos países se puede hacer uso de productos fitosanitarios que incrementan la productividad. Igualmente, se hacen eco de la vulneración de los derechos laborales, factores estos que incrementan la competitividad del producto y dejan al campesinado europeo en una peor condición competitiva. Los agricultores piden que haya una regulación de los intercambios comerciales con países terceros, y que esto debería ser competencia de la UE.

A estos hechos se añaden factores económicos que hacen más difícil la supervivencia del cultivo, como una excesiva parcelación agrícola, que dificulta la asignación de recursos. En la distribución de las explotaciones según su dimensión física encontramos unos espacios dualizados. Ambas zonas de estudio están afectadas de un entramado minifundista. La diferencia más acusada muestra en el Delta del Ebro la coexistencia de una agricultura de gran tamaño (solo el 4,11% de las explotaciones superiores a 50 ha se reparte el 47,9% de la superficie) y un importante entramado minifundista (el 65,3% tiene menos de 5 ha). En los municipios que componen la Albufera, en cambio, las explotaciones de más de 50 ha suponen el 0,41% y acumulan el 10,67% de la superficie. Las explotaciones con menos de 5 ha suponen un 84,60%, pero acumulan tan solo un 34,8% de la superficie.

Asimismo hay una disminución de la rentabilidad económica del arroz, lo cual hace peligrar la viabilidad futura del cultivo. En el momento actual existe una dependencia con las subvenciones recibidas. En el balance económico que hacen los agricultores hay una percepción clara: “El tipo de ayuda se paga bien, pero bajan el precio del arroz (…) esto no tiene sentido porque el precio del arroz se tendría que mantener y no aprovecharse de la ayuda para bajar el precio. (...) esto quiere decir que la subvención al final se va al que comercializa. Por lo tanto, el productor de arroz, si le dan la subvención, podrá comprar los productos fitosanitarios a un precio adecuado y de calidad, pero si bajan el precio del arroz, al final tendrá que comprar los productos baratos porque no podrá subsistir” (entrevista a miembros de la Sociedad de Pescadoras de Sant Jaume d’Enveja).

Arrozales y sostenibilidad

A pesar de que el cultivo del arroz supone una marcada alteración de las condiciones naturales en ambos parques, este cultivo cumple un papel determinante en la conservación de humedales, puesto que favorece la disponibilidad de recursos tróficos y el mantenimiento de buena parte de las comunidades biológicas propias de estos ambientes. El cultivo del arroz transformó enormemente el paisaje y cambió los regímenes hídricos de los mismos, que pasaron a ser más regulados e independientes de la climatología (Ibáñez et al., 1999). De este modo, los humedales pasaron de ser un entorno natural a otro humanizado.

No en vano, el peor de los cambios vino con el paso de un entorno humanizado al entorno amenazado que se produce en los años 1960, motivado, entre otras cosas, por el cambio de una agricultura tradicional a otra intensiva, química y mecanizada (Ibáñez et al., 1999), un modelo intensivo de agricultura que permite obtener mayores rendimientos cuantitativos en los cultivos, con menos mano de obra.

Los campesinos de mayor edad relatan la tesis sostenida por Polanyi (1957). El capitalismo deteriora y destruye sus propias condiciones sociales (rompe con su modo de vida tradicional), pero también ambientales. El pasado ha sido devastado por el mercado autorregulado que aniquila la sustancia humana y natural de la sociedad; destruye físicamente a las personas y transforma su ambiente en un desierto; significa la destrucción de la vida familiar, la devastación del medio ambiente, la contaminación de los ríos, la descualificación profesional y la ruptura de las tradiciones populares y, en general, la degradación de la existencia humana (Polanyi, 1957).

El futuro de los parques depende de si se consigue o no consolidar una agricultura económicamente viable y ambientalmente poco agresiva (Gracia y Cabrejas, 1997). La simbiosis entre el lago y el cultivo del arroz necesita de un equilibrio sostenible que se hace difícil. El sector agrario es marginal y el cultivo del arroz lo es todavía más, razón por la cual su subsistencia tiene una elevada dosis de precariedad.

Los procesos de modernización relatados remarcan cómo antes había este equilibrio entre agricultura y conservación. Pero detrás del sentimiento de pérdida y de nostalgia (de un pasado mejor y de un presente que no les gusta) también se percibe una aceptación unánime en cuanto a una mejor calidad de vida. Este hecho les ocasiona una disociación entre creencias y es el resultado de dos consensos: productivista y ambientalista.

Quedan atrapados en una estructura del doble vínculo (Bateson, 1988). Se les imponen dos órdenes contradictorias: “sigue cultivando el arroz de manera tradicional porque, en caso contrario, el Delta o la Albufera se echarán a perder” o “cultiva el arroz de manera mecanizada, utilizando plaguicidas y herbicidas porque, en caso contrario, la invalidez te amenaza o dejarás de ser agricultor/a”. Estos mandamientos contradictorios se los plantean para las generaciones que continúan en el campo porque en su caso ya saben que no pueden hacer nada.

D: “(…) la cosecha ahora en 15 días se recoge y antes estábamos en 3 meses (…)”.

C: “Era muy pesado esto...”.

D: “Todo se hacía manual, plantar, segar… hoy (…) mira, echan lo que tiene que echar y todo lo matan”.

B: “Va al médico y te dice: ‘enderécese’ y dices ¿cómo me tengo que enderezar si me he pasado media vida plantando y segando?... y ahora ¿cómo quiere que me enderece?” (la mayoría de los entrevistados va en silla de ruedas y asiente esta afirmación) (entrevista grupal a jornaleros jubilados de Amposta).

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Reflexiones finales

Los imperativos impuestos por el mercado han hecho cambiar de manera substancial las formas de cultivar. La contaminación de origen agrícola es un problema por los herbicidas y los abonos hidrogenados, así como por el tratamiento de plagas. Las ayudas agroambientales han intentado paliar los efectos de esta manera de cultivar. Tratan de suplir con dinero la disminución de productividad. Aunque lejos de conseguir su objetivo, las ayudas suponen el único beneficio de los agricultores.

Hay una contradicción entre, de un lado, el amor a la tierra y la identidad como agricultores, y, de otro, la subsistencia económica: “Nosotros somos labradores, somos arroceros… o sea yo soy arrocero…. yo quiero seguir haciendo arroz” (entrevista a un dirigente de sindicato agrario, Sueca); “Yo quiero seguir viviendo y siendo labrador” (entrevista a un campesino, Amposta). Eso no es aferrarse a la tradición; es una justificada protesta frente a la desaparición de una forma de vida, de unos conocimientos y de unas formas contrastadamente viables de intercambio con la naturaleza (García y Cabrejas, 1997).

Asimismo, las técnicas modernas que han permitido que la marginalidad de la agricultura no se acentuara, aumentan, sin embargo, la incompatibilidad. Es el caso de los tratamientos contra las plagas, el mantenimiento de la fertilidad o los excesos de herbicidas. Asimismo, las presiones coyunturales de la “revolución verde” han impuesto una fuerte mecanización y una agudización del conflicto entre la conservación y los usos tradicionales.

La crítica ambientalista ha insistido en la idea de que la agricultura moderna, debido a la escala y la concentración y la consiguiente especialización en monocultivos, tiende a empobrecer la estructura química y biológica de los suelos y acelerar su erosión. En consecuencia, tiende a depender más de tecnologías intensivas en energía y capital, de la adición de cantidades de fertilizantes químicos y de la aplicación de biocidas no selectivos que se difunden por las aguas superficiales y subterráneas y, como se relata en los discursos, lo mata todo.

Si dijimos que la modernización ha supuesto una paradoja económica y social, podemos afirmar que este proceso entraña también una paradoja ecológica. El monocultivo en estas zonas ha sido impuesto por la ecología de los humedales. La precaria simbiosis de este monocultivo con las lagunas pide su mantenimiento. Pero si no se fomenta una vía para eludir estas dependencias (que aumentan la productividad, pero son altamente contaminantes) y se mantiene al mismo tiempo una viabilidad económica de la actividad agraria, entonces su compatibilidad (la de los arrozales) con la conservación tenderá a disminuir.

Notas

  1. Esta investigación se llevó a cabo a través del programa de ayudas FPU del Ministerio de Educación (AP2010-2996).
  2. Todos los discursos han sido traducidos del catalán.
  3. Albal, Albalat de la Ribera, Alfafar, Beniparrell, Catarroja, Cullera, Massanassa, Silla, Sueca, Sollana, València, Sedaví, Algemesí.
  4. Amposta, L’Aldea, L’Ampolla, Camarles, Deltebre, Sant Carles de la Ràpita i Sant Jaume d’Enveja.
  5. En 1999 utilizan unidades de dimensión económica (UDE) y en 2009, producción estándar total (PET).

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